Holanda: obra y contemplación de un paisaje sin tiempo

El paisaje holandés revela un eterno presente que envuelve al viajero en una atmósfera sin tiempo ni prisa. Impoluto, recibe al visitante curioso. Sin embargo, lo que se mira afuera, está también adentro en los museos. Plasmado en la obra de los paisajistas se observan esos campos solitarios, las flores encendidas con sus multicolores, el mar en extensa calma y toda esa belleza enmarcada con un cielo gris, espléndido y nuboso, iluminado por destellos de luz naranja que encienden extrañamente campos de follajes infinitos y la vida cotidiana.

Boerenwoningen aan het water bij ochtendnevel, Paul Joseph Constantin Gabriël, 1838 – 1903

Dentro del Rijksmuseum, las obras de naturaleza capturada por los paisajistas holandeses exhiben los molinos de viento, los campos de flores formando cuadrados coloridos que rompen momentáneamente lo plano de la superficie verde. Se conservan los canales de agua con vegetación flotante enmarcando los frentes de las casas; se mantienen las extensiones de follaje con diferentes tonos que se funden con un cielo azul celeste y los matorrales de diferentes colores que, junto con los ramajes, regalan una bella estampa impresionista al estilo de Vincent Van Gogh.

 

A Windmill on a Polder Waterway, Known as ‘In the Month of July’, Paul Joseph Constantin Gabriël, c. 1889

Al mirar fotografías de estos paisajes y compararlas con las escenas realizadas por los paisajistas holandeses destaca evidentemente la maestría de la técnica en la realización de la obra, la meticulosidad en su realización: delicadas pinceladas que recrean escenas ejecutadas con cuidado, a detalle y con un exquisito manejo de la anatomía y la perspectiva, pero definitivamente el paisaje conserva inherente lo nostálgico y lo bello; permanece detenido el tiempo; lo moderno y lo contemporáneo no le invaden ni le estorban al paisaje. La vista ofrece libertad contemplativa. El paisaje actual se expresa, abundante, sensual y generoso como bien lo capturó el pincel de Pablo Rubens.

La luz en Holanda es especial, cae diferente. Es como una media luz que ilumina pero no estorba en la admiración y permite observar plácidamente todo lo que regala el paisaje, tal vez por eso Rembrant la capturó trasladándola a sus obras, para que fuera ésta la moderadora de escenas cotidianas enaltecidas y divinizadas por la capacidad magistral de plasmar esa luz en su trabajo.

El sol es a veces intenso y otras, lo nublado viste de gris al cielo, la única diferencia es el calor que hace por momentos, “cosa extraña que sucede últimamente”, dicen los guías, consecuencia del calentamiento global según los científicos, pues antes, incluso se podía patinar por los canales para desplazarse, “lo que hoy predomina para trasladarse a donde sea es la bicicleta”, los tiempos cambian. Lo que no cambia son los cielos atiborrados de nubes y el ganado a lo lejos pastando en prados de distintos tonos de verde inmortalizados por los paisajistas Willem Roelofs y Geral Bilders.

Es fácil comprender por qué los artistas holandeses pintaron tanto su paisaje y destacaron en ese género. Estar en medio de estos campos de inmensas extensiones de tierra que parecen infinitas, crea una atmosfera extraña: el espacio no es roto por nada incluso hoy en día, ningún rascacielos irrumpe en la planicie alrededor. La naturaleza muestra su extensión hasta donde la vista alcanza sin un distractor contemporáneo. El paisaje encanta como el paraíso e impresiona como el infierno de la misma forma en que lo consigue la obra alquímica de El Bosco.

En Ámsterdam, los canales prevalecen como espejos verdes obscuros, por momentos negros, en los que, además de reflejar el constante fluir de cientos de bicicletas que pasan por su orilla, exhiben trozos de cielo con nubes a veces abultadas, redondeadas y otras, jaladas por un aire furioso y caprichoso. Estos espejos de agua irradian una fosforescencia que enciende el agua y obscurece la vegetación que le rodea creando impresiones de sombras solitarias bien definidas al estilo del pintor Woodland Pond.

Woodland pond at sunset Gerald Bilders, c. 1862 oil on panel 22x35cm.

 

El mar de Volendams es un tanto melancólico. Las embarcaciones amarradas en la orilla del mar siguen tambaleándose con el aire frío que rompe en el rostro y arrebata el sombrero al turista japonés. Las nubes y el mar se tocan en la lejanía y algunas aves cruzan velozmente hacia otro espacio que ya no se alcanza a observar a simple vista. Pero permanece esa levedad. No hay pescadores ofertando su mercancía, ni escenas costumbristas de intercambio comercial como las capturó Adam Willaerts en varias de sus marinas, pero permanece el oleaje tranquilo del mar turquesa invitando a soñar un poco con la aventura de navegar.

Fishing Pinks in Breaking Waves, Hendrik Willem Mesdag, c. 1875 – c. 1885 Oil on Cavas 90x181cm.

 

El tiempo de esos paisajes viejos en este tiempo nuevo puede ser algo extraño en un mundo que abre paso a lo moderno, que corre infatigable para llevarnos a lo efímero. Sin embargo, Holanda conserva un aura pacífica y atemporal. Las obras de los siglos XIX y las imágenes que se pueden obtener hoy en día a través de una cámara digital confirman la permanecía y el respeto hacia un paisaje en el que el tiempo no le aflige, la mano del humano no le transforma, no irrumpe su armonía. Aquí parece que sólo los artistas y los viajeros pasan y a pesar de detenerse a observar, fotografiar o plasmar lo grandioso del paisaje, continúan el camino hacia algo nuevo aunque sepan que en algún punto haya un fin, sin embargo la obra y el paisaje permanecen tal vez, siendo los únicos y verdaderos contempladores de este sin tiempo.

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