Pasan los años y cada día me convenzo más de que la escuela está sobrevalorada. Y es cada vez que hablo con personas, y les pregunto, qué recuerdan de lo que aprendieron en la escuela, la gran mayoría me dice: no mucho.
Al principio me consolaba saber que no era el único que pensaba lo mismo. Y es con el paso del tiempo he aprendido que las grandes enseñanzas positivas de la escuela, en efecto, no fueron muchas. De las cosas más importantes que aprendí, recuerdo: aprender a leer y escribir, nociones básicas de matemáticas y, quizá, la más importante, hacer buenos amigos. Sin embargo, todas estas cosas las podría haber aprendido perfectamente fuera de la escuela. Entonces, me pregunto: ¿Cuál es la necesidad y aporte real de la escuela a los niños y niñas? ¿A los intereses de quién sirve realmente?
En las sociedades inmersas en un sistema de dominio con características imperiales –como la mayoría de las sociedades latinoamericanas bajo el yugo gringo– el rol de la escuela no es otro que el sostener el modelo implantado a la fuerza por nuestros no tan buenos vecinos del norte: el modelo capitalista gringo. Para ello, las escuelas se encargan de implantar, año tras año, en las mentes de los niños, ideas relacionadas con este modelo, como lo son las nociones de la competencia y el individualismo.
La escuela, dentro de este contexto, como tan bien lo ejemplifica la obra maestra de Roger Waters y Pink Floyd, The Wall, (en su versión cinematográfica), no sería más que un colador, un modelador de conducta y, en un última instancia, una máquina que muele a la niños y niñas hasta convertirlos en sujetos a la medida del modelo económico y sociedad de mercado imperante. Una máquina que los despoja de todas sus virtudes naturales, como la creatividad y, que los deja llenos de vicios, como lo son: la adoración a los emblemas patrios, los conceptos de nacionalidad y Estado, y el rechazo a quienes piensen o sean diferentes.
Para muestra, un ejemplo. Todos conocimos “niños problema” en nuestras escuelas. Niños que quedaban estigmatizados como la manzana podrida de la clase. Sin embargo, quizá, muchos de estos niños simplemente no eran un problema real. Quizá solo les gustaba conversar, jugar, e imaginar un poco más que el resto. Quizá, eran niños que, con ideas y capacidades de otro tipo, veían el mundo de un modo diferente. Quizá, eran niños con esquemas que no podían ser desarrollados dentro del marco autoritario y casi militarizado del sistema escolar actual, pero no por ello, estaban equivocados.
En realidad, estos niños son la respuesta, y no el problema. La chispa que indica que el sistema escolar, tal y como lo conocemos, no puede seguir tendiendo a la homogenización de las personas. Todo lo contrario, sino que tiene que tender hacia el respeto y fomento de las diferentes capacidades de cada individuo.
Esos “niños problema”, en otro marco educacional, bajo otra concepción de la escuela, podrían haber aportado grandemente a la sociedad. Quizá desde el ámbito de las artes, la ciencias. Quién sabe.
Sin embargo, sea cual sea la respuesta, en el modelo de mercado capitalista imperante, las escuelas no están diseñadas para fomentar la diferencia y formar personas con ideas propias y pensamiento crítico. La escuela está sujeta a intereses económicos y elitistas, a ese 1% que nos oprime y nos mete su sistema económico por las narices. Es por eso que a la escuela le corresponde “formar” –más bien deformar– a los niños y niñas, y lograr que estos piensen, sientan y actúen igual; como si de una gran masa subyugada y carente de capacidad de lucha y cuestionamientos se tratase. Al resto, a los que piensan diferente, simplemente se les destierra, se les estigmatiza como problemáticos y se les abandona a su suerte.
La escuela, en la actualidad, ha dejado de ser un lugar de aprendizaje. Las aulas se han convertido en meras celdas de adoctrinamiento. Los niños y niñas no van a aprender, van a experimentar los primeras inducciones de lo que será una vida esclavizados a un sistema que no eligieron y que no podrán modificar, pues jamás se les darán las herramientas necesarias para construir sociedad. En pocas palabras, a la escuela entra un niño, y sale, un robot de carne y hueso programado para trabajar para otros, ganar lo mínimo y soñar con ser millonario –como si estás cosas se pudiesen complementar–.
En resumen, la escuela, tal y como la conocemos, es un sistema obsoleto. Y me atrevo a decir más, es un sistema que nunca estuvo a la vanguardia de lo que se espera de instituciones que, a la larga, están llamadas a forman los cimientos y pilares sobre los que se sostendrá el futuro de las naciones y pueblos. Las escuelas, en la actualidad, no son más que cárceles de la creatividad, modeladores de conducta y cercenadores de sueños.
Pero no todo está perdido, aún se pueden hacer cosas para cambiar la forma en la que se concibe la educación y la escuela, y así, rescatarlas de las garras de quienes la manejan. En un siguiente artículo lo analizaremos.