El proyecto ilustrado kantiano

La obra kantiana tiende a ser calificada con motes varios que denotan su dificultad y complejidad, sea esto por su carácter sistémico, sea por las ideas que en ella se expresan, sea por la dificultad de los conceptos que en ella se tratan.

El de Königsberg es uno de esos personajes en la historia de la filosofía en cuya obra podemos encontrar el tratamiento de vastos asuntos relativos a lo humano, a su desenvolvimiento como ser natural y como ser político, y en la cual podemos descubrir a su vez al individuo detrás de las ideas, no con el fin de analizarlo como si en él pudiésemos vislumbrar la imagen que su discurso propone, sino para identificar lo subyacente a su investigación, esto es, cierto principio de razón común  a todos los seres humanos. Procediendo siempre con mucha cautela —quizás en algunos casos excesiva— en su exposición de aquellos tópicos que con gran cuidado debe estudiar el filósofo, Kant se apuesta, en los que son conocidos como textos menores, por una suerte de proyecto que empalma sus fines con los de la Ilustración, a saber, el desarrollo de las facultades humanas hasta los límites que le son permitidos.

Immanuel Kant (1724-1804) fue uno de los principales pensadores de la Ilustración. Sus obras más importantes, las tres grandes Críticas, son un esfuerzo argumentativo que pone a la razón como compás y directriz de toda experiencia humana.

En ella, Kant no se arroja al ejercicio directo de una instrucción ciudadana o de una educación para el pueblo desde el marco institucional; su exposición, a diferencia de algunos autores que se apostaron por intentos similares, versa sobre la razón y su campo de acción, que no se reduce únicamente a los márgenes de una investigación epistémica o a las elucidaciones de una conciencia metafísica, sino que encuentra en el horizonte del devenir práctico su puesta en escena más deslumbrante. Si bien supone algunos aspectos que pueden considerarse ilusos y poco realistas, el sistema del que nos va dejando pistas Kant en estos escritos está cimentado sobre una radical crítica que pone de manifiesto los conflictos que atan dicho desarrollo y le impiden elevarse hacia el estadio de lo verdaderamente humano.

Dichos cimientos no son los propios de una tendencia racionalista y mucho menos de una presunción de empirismo radical (de hecho, de cara a un mejor entendimiento de lo que él pretende poner de manifiesto, lo empírico puede terminar por ser más bien un obstáculo a superar); por el contrario, se trata de una facultad que podríamos pensar con cierto grado de familiaridad. Las sospechas que Kant señala tienen origen en la especulación, argumento que podría valerle rápidamente una reclamación y podría ser objetado con relativa facilidad en tanto se conciba como una facultad que tiende a lo imaginativo y quimérico, aspecto que rechaza Kant y que a fin de no demeritar bajo prejuicio dicha facultad, la reivindica como característica de lo puramente racional, que sirve como instrumento para su crítica misma, a saber, a modo de presuntos.

En esta (en la especulación) el estado actual de los individuos humanos y la sociedad que conforman, sus modos de proceder, los lazos que los mantienen obrando del modo en que lo hacen, sus limitantes connaturales, sus posibilidades e incluso el origen de estas, quedarían al descubierto ante la mirada acechante de la razón, por lo cual tendría esta por deber asimilar cierta responsabilidad y poner de manifiesto los conflictos a los que la estirpe se enfrenta a fin de encontrar una alternativa para solucionarlos posteriormente. No discutiremos aquí si dicho proyecto ha llegado a su culminación, si de primeras es algo que puede lograrse o si puede haber un momento en el que la humanidad pueda ver los frutos de él; el presente tiene el simple propósito de explicar dicho proyecto, sus implicaciones, lo que se puede rescatar de ésta Ilustración como una manifestación de la filosofía moral, que también es histórica, y en la cual yacen los primeros trazos de una senda segura hacia lo libre y autónomo.

Resulta curioso el hecho de que estos <<textos menores>>, que en su mayoría son ensayos, fuesen recopilados en una obra que lleva por título Filosofía de la historia. Ellos contienen los elementos comunes suficientes para enmarcarlos dentro de esta categoría sin lugar a dudas, pero no es esa peculiaridad la que los reúne dentro de aquellos márgenes, tampoco es el hecho de que especulen sobre la condición temporal del hombre y sobre cómo esta es la que ha regido el progreso suyo hacia una idea del bien o lo bueno; estas obras son parte de una filosofía de la historia porque atienden a las necesidades de una época que reclama ser el estándar de lo universal y la medida de los hallazgos venideros en los que el hombre se encuentre, por obra de su razón, en libertad. Su carácter ensayístico puede verse como una declaración coherente de lo que su autor pretende y de los horizontes que busca alcanzar, a saber, la publicidad emancipada de los órganos que la retienen.

La Ilustración ve su identificación con las ideas kantianas debido a la unificación de las prácticas discursivas de la filosofía con la vida misma —aspecto que había quedado sesgado en la modernidad temprana— reivindicando así a la primera y dando a la segunda una re-significación que dotase a todo ser humano de igual dignidad. El primer párrafo del texto ¿Qué es la ilustración? es muy ilustrativo de ello: en él Kant nos ofrece de inmediato qué es lo que significa dicho acontecimiento histórico sin llegar a conceptualizarlo; de manera directa nos da los elementos de su crítica y a partir de ellos desglosa hasta sus últimas consecuencias la publicidad que <<le es permitida>> en tanto que individuo libre.

La ilustración representa el espíritu del hombre en busca de su esplendor, es una invitación a la ruptura de la relación de tutelaje en la que se encuentra la humanidad, un llamamiento a la emancipación del pensamiento y una reclamación de sí que debe pronunciarse contra sí mismo. Este estado de tutelaje puede pensarse en realidad como una consecuencia necesaria de las actitudes egoístas del hombre y sólo contingente del influjo de “hechiceros” que domen la opinión pública; estos, en su lugar, son el producto de aquél primer momento de incapacidad humana y sólo se presentan una vez que ven en el horizonte de la masa las condiciones para propagar su miasma. Ciertamente el autor abalanza su crítica en contra de aquellos, mas no como una ofensa a sus prácticas, sino como respuesta a un intento de censura que tiene la osadía de adscribir la práctica filosófica a esa despreciable actividad.

Resulta un tanto complicado identificar cuándo Kant da pie a su crítica y deja de proponer, también cuándo meramente explícita los conflictos entre el uso público de la razón y el uso privado de la misma; igualmente los momentos en que su exposición se torna un tanto obscura por el cuidado que debe poner en la misma dificultan la claridad de su obra. Lo que no es atrevido afirmar es que Kant entiende que la autoridad (entiéndase aquí sin connotaciones negativas) constriñe a la facultad menor (y debe hacerlo) para el correcto funcionamiento del Estado y de la sociedad fungiendo, así, como límite necesario de todo uso individual de <<pensamiento crítico>>. Es necesidad, no obstante, que este órgano deba verse limitado por la misma facultad que limita —la filosofía—, al encontrarse esta allende de los intereses particulares de aquella para así poder emitir juicios legales que constituyan el principio de una mejoría en su relación con los ciudadanos.

La idea de la ilustración, así, constituye el principio de un progreso truncado que sólo puede volver a emprender su camino a través de la razón; es una pregunta por lo originario de la estirpe racional y por el fin que persigue dicha condición. El conflicto que aparece primero es determinar si esta racionalidad es constitutiva del hombre de forma natural, pues la primera noticia que podría aparecernos de la conducta humana nos ofrece una tesis contraria: el animal humano aparece en la historia bajo la tutela de la naturaleza, sólo la elevación de sus instintos sugiere un alejamiento de ese estado de inocencia. Podría pensarse que Kant piensa aquí en un evolucionismo presente en la estirpe, pero en realidad éste no concibe nunca una ausencia de dicha facultad que aparece según las necesidades a las que se debió enfrentar en su alojamiento en el mundo, simplemente las ve como características aletargadas del hombre que se encuentran en un estado más rudimentario.

Por obra de la misma Naturaleza, a quien Kant considera sabia en vez de maligna, estas facultades deben tender hacia su propio desarrollo a fin de:

distinguirlos totalmente (de los animales), pues sólo el hombre puede conseguir, ejercitando su libertad, lograr ideas que instauren nuevos significados y varíen los dados, lo que le permite saber sobre distintos estados de las cosas, sobre cómo entender, ordenar y utilizar las cosas de forma distinta, y mejor, siendo esto lo que de hecho posibilita hablar con fundamento sobre la realidad del progreso humano. (Lafuente, 2008; p. 246)

La libertad es aquí entendida como una emancipación del estado de tutela de la Naturaleza que, posiblemente, se diese paulatinamente en detrimento del instinto inocente original y que a la postre concedería soberanía al reino de la razón. Ahora bien, hay dos características con las que Kant describe dicho estado de tutela: culpabilidad e inocencia. En cierto sentido la inocencia se entiende como ignorancia, no se puede culpar al hombre de vivir en ella, al menos no en un primer momento, pues es su origen; la culpabilidad, sin embargo, deviene de no adquirir conciencia de este estado, de no tomar las riendas de su propia razón (Kant, 2000; p. 25). No debe imputársele, sin embargo, una actitud de desprecio por el mero hecho de someterse a su propia comodidad, la actitud que el filósofo debe procurar es una de amor hacia su raza, amor expresado de forma indulgente y con tendencias a la instrucción del mismo.

La naturaleza ha depositado en el hombre la capacidad de desarrollar sus facultades hacia la mejor de sus disposiciones, no obstante, no le ha dotado de una naturaleza racional ya culminada: el mal que se puede pronunciar en este tenor está en el mismo ejercicio de la libertad, pues el curso mismo de la Naturaleza no deviene en bien mismo o mal en sí, sino que es la voluntad humana la que desarrollaría cualquiera de estas dos tendencias. La libertad es un acto de violencia contra la naturaleza misma, por tal motivo, Kant no se conforma con la mera postulación teórica de los conflictos para su posterior resolución, en su lugar aboga por un discurso pragmático, “guiado simplemente por la consideración de que está tratando una materia en que se tienen que ejercitar unas ideas, no especular sobre ellas, y que, por tanto, la respuesta debe establecer de forma inmediata los campos en que ese ejercicio es necesario” (Lafuente, 2008; p. 248).

Es aquí cuando aparece el segundo conflicto del discurso kantiano y surge la pregunta: ¿cuál es el papel del filósofo si debe, ante todo, alejarse del rol de tutor? ¿Hay alguna distinción entre ser tutor y ser guía? ¿por qué habría el hombre de confiar en el filósofo una vez que ha adquirido conciencia de su actitud pasiva? El pueblo, frente a los problemas de las facultades, rara vez habrá de sentirse aludido e implicado, pues vive en la penuria de la labor y del condicionamiento de la necesidad, por lo tanto, es posible que cualquier intento de usurpar el trono por parte de la filosofía no se vea con una óptica especialmente favorable, en su lugar se alzará la sospecha de las intenciones de estos y en el mejor de los casos el pueblo continuará habitando del mismo modo en que lo ha hecho, como si ni un eco hubiese resonado en su tibia existencia.

El filósofo, quien se apuesta por el proyecto de su mejoría, no debe pretender seducir al pueblo con sus ideas cosmopolitas, sino convencer a las facultades en las que está depositada la confianza de aquellos que su proyecto es benigno para ambas partes. De este modo, el uso público de la razón no suprime el uso privado, ambos funcionan como un complemento en el cual se ve amplificada la publicidad de los individuos, manteniéndolos al margen del régimen que los sostiene e impulsando su emprendimiento para un correcto funcionamiento de la llamada maquinaria social.

El proyecto ilustrado kantiano tiene su paralelismo con la famosa alegoría de la caverna de Platón. Kant no pretende que el filósofo se convierta en el salvador de los tutelados, sino que sea un impulso que guíe a estos a la autognosis con el fin de formar una comunidad de individuos que hagan valer su derecho a pensar por sí mismos.

Si la redención de la humanidad está depositada en su posibilidad de desembarazarse de lo doctrinario y lo dogmático, ¿cuál es el lugar que ocupa la educación? ¿en qué consta el proyecto ilustrado? A saber, en la conciliación de la naturaleza espiritual con la naturaleza fenoménica, a fin de someterla a leyes de modo que su manifestación en el horizonte de lo moral pueda desentrañar los principios generales sobre los que se cimienta su acción. El propósito de la filosofía en este tenor sería esclarecer el rumbo aparentemente azaroso de la estirpe. Ahora bien ¿es la filosofía el señorío ideal que requiere un pueblo para, a partir de su ejemplo, lograr su autonomía? Pareciera que este no es el caso, pues la filosofía tiene como principal deber exponer el potencial de lo humano y regular a las facultades que lo limitan, no tomar el papel de ellas para la instrucción de éste.

En ese sentido, no es labor del filósofo redirigir la voluntad de los individuos, sino de ellos mismos en pos de una transformación colectiva de la sociedad. ¿En qué sentido se puede hablar de una transformación si los engranajes que la constituyen no cambian? Si el sentido de la Ilustración es dotar a los individuos de legalidad en su razonamiento en torno a x o y asunto, ¿no pasarían estos a ocupar el papel regulador de la filosofía? ¿qué es filosofar en última instancia? Si se identifica esta con el uso libre y pleno de la razón dirigida autónomamente ¿cómo se entiende la libertad? Pareciera que esta alude no a una disposición del hombre de realizarse a su antojo, sino más bien en un sentido negativo: “la libertad […] consiste en no hacer nunca lo que no se quiere” (Rousseau, 1998; p. 105).

No pensemos que aquí Kant está retomando lo que de la libertad dice el ginebrino, en su lugar la reflexión nos remite a un estadio de la libertad no muy tratado en la reflexión filosófica: el deber. En el ser libre está depositada una fuerza de responsabilidad hacia sus semejantes, que se rehúsa a aceptar, pero de la cual no puede prescindir. Este es una paradoja que Kant muy atinadamente señala como antagonismo, y a su modo puede concebirse de forma análoga a los dos usos que el individuo puede hacer de su razón; el conflicto aquí atenuado hace patente la inconsistencia en el precepto: ¿a quién se debe el deber una vez que se han superpuesto, como diría Foucault, los usos de la razón? ¿a quienes promovieron —tras haberse regulado— la reflexión o a quienes la ejercen? Es aquí cuando aparece la figura del “contrato del despotismo racional con la libre razón: el uso público y libre de la razón autónoma será la mejor garantía de la obediencia, pero a condición de que el propio principio político al cual hay que obedecer sea conforme a la razón universal.” (Foucault, 2006; p. 79)

Esta exposición de lo que contempla la respuesta a la pregunta <<¿qué es la ilustración?>> que ofrece Kant puede resultar un tanto somera y quizás no satisface en su totalidad los pormenores que expone éste en su breve, pero un tanto ambiguo ensayo; sin embargo, es un esfuerzo que pone de manifiesto de manera general aquellas nociones que se encuentran alrededor de los textos de reflexión histórica y que guardan una relación más profunda con las grandes críticas de Kant por lo que, reservado en la medida de lo posible de toda observación que pudiera hacerse a las ideas del prusiano, el presente ofrece una visión panorámica de dicho proyecto moral, el cual parece concordar en algunos puntos con el proyecto moral helvètiano de cuña utilitarista en donde se propone la instrucción de los hombres cuya virtud está en alta estima por el interés del pueblo, a saber, los sabios, para así orientar a éste con acciones e ideas que le resulten atractivas según el beneficio que aporten para toda la estirpe a fin de que luego se reproduzca esta actitud prosecusivamente.

En ambos, la idea del progreso humano aparece como un proceso que puede o no llegar a su concreción, pero en el caso de la propuesta del prusiano, la teleología providencial por la que se apuesta se antoja un tanto más compleja por el papel secundario al que se relega la propia sociedad común, que es la que reclama el cambio. Esto es consecuente con el fin al que debe aspirar la propia razón, a su perfeccionamiento, mas pareciera que la respuesta que da Kant a dicha actitud pretende llegar lo más pronto posible para desembarazarse al fin de las actitudes tiránicas que subyugan a dicha facultad, lo cual puede tomarse como una contramedida circunstancial e incluso desesperada. Si la condición de la razón exige, por su propio uso, permanecer en las sombras del Estado a fin de lograr su estado de emancipación, habrá de pensarse entonces que la Ilustración es una actitud latente que reposa a la espera de una reivindicación de la libertad de las masas.

Fuentes de consulta

[1] Foucault, M. (2006). Sobre la Ilustración. “¿Qué es la Ilustración?”. Madrid: Editorial Tecnos.

]2] Kant, I. (2017). Filosofía de la historia. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

[3] Lafuente, M. (2008). El proyecto educativo-ilustrado de Kant. España: Universidad de León.

[4] Rousseau, J. (1998). Ensoñaciones de un paseante solitario. “Sexto paseo”. Madrid: Alianza Editorial.

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