No es precisamente un asunto desconocido que el origen del pensamiento filosófico nace de una serie de curiosidades inmediatas que van adquiriendo tintes trascendentales conforme más se inquiere en el asunto que despertó tal curiosidad. En este asombro tan propio de la estirpe, el individuo se da licencia de dar un paso más allá de los límites de lo que yace a la mano para satisfacer esa ansia fervorosa de conocimiento como si de un llamado a desenterrar un viejo tesoro se tratase.
Los filósofos de la Grecia Antigua, caracterizados por su espíritu mordaz, cimentaron las bases de lo que el ejercicio del pensar exigía de todos aquellos que apostaban su vida en la pesquisa por la verdad y las causas primeras de las cosas. La concordancia y equilibrio entre el pensar y el hacer eran un imperativo en un mundo donde el horizonte político configuraba las perspectivas de cada individuo, demarcaba sus funciones dentro del marco social y, sobre todo, daba orden y sentido a las diferentes relaciones y modos de ser dentro de la propia estructura social. El paradigma griego sobre la reflexión filosófica supuso el advenimiento de una forma de pensar integral y sistemática mucho antes de que los filósofos modernos acuñaran este tipo de características a sus obras.
Durante la Ilustración, el florecimiento de sistemas filosóficos e ideas reformatorias fue una necesidad contra la cada vez más opresiva estructura donde aristócratas y oligarcas se pavoneaban en la desigualdad de los hombres. Jean-Jaques Rousseau, el enciclopedista de Ginebra, fue uno de los pensadores y estetas más importantes de este periodo. Sus ideas políticas en torno al carácter social del hombre postulaban un esencialismo de carácter moral de cual el hombre se alejaba conforme más inmerso se encontraba en sus artificios e instituciones.

Para Rousseau, el retorno del hombre reflexivo y elevado hacia un «yo común» en el que el éste se percibe como originariamente igual al otro le valió no solo el descontento entre sus colegas intelectuales (muchos de los cuales gozaban de privilegios socioeconómicos, incluido el propio Rousseau), sino la persecución del Antiguo Régimen, es decir, de los estados francés y ruso, así como de la iglesia.
Una de las obras donde los postulados de Rousseau son notoriamente disruptivos, es el Discurso sobre las ciencias y las artes de 1750, donde sale a relucir un fuerte y crítico pensamiento político sobre lo que su contexto ofrece. Más allá aun, parece sugerir que tal preocupación se dirige también a lo que la educación y formación de los individuos se refiere, las herramientas que los forman y las nuevas percepciones que, en el auge de las ciencias y las artes, se parecen adoptar. No por nada parece que su intención ilustrada se ubica entre controversias y confrontaciones con respecto a sus contemporáneos. Incluso en obras como el Emilio, que adoptan una visión no sólo “pedagógica” sino que parecen intentar profundizar en la búsqueda de la esencia del hombre a través del infante, es decir, en su estado más natural, parecen escudriñarse estos pensamientos críticos. [1]
Todo aquel paraíso paradigmático de las buenas costumbres es, por decirlo de algún modo, el soporífero veneno que contamina el torrente social, siempre al acecho con disertaciones pedantes de los buenos modos, derroches de una pomposidad digna de escaparates cortesanos y adjudicaciones de la soberanía entre los hombres de sociedad. No es sino un contradictorio despliegue de humildad prefabricada a base de ornamentos y guirnaldas lo que Rousseau crítica en su discurso, y en un principio, aunque no parece evidenciarse el porqué de tales efectos en las sociedades, echando una mirada más concreta sobre lo dicho parece esclarecerse el hecho de que artes y ciencias sean las causas de “la depravación real”. [2]
De entrada, resulta ya curioso como Rousseau no se conforma con poner en duda los fundamentos del arte para hallarle nuevos paradigmas de los cuales partir para su construcción teórica, sino que va más lejos y pretende, achacándole directamente los problemas de su sociedad, revocarlos de los altos estandartes en los que se hallaban para desenmascararlos y con ello sembrar la reflexión sobre los individuos de modo que fijen su atención nuevamente en el ámbito político.
Cabe señalar que Rousseau no es el primero en hacer tal crítica, ya San Agustín había arremetido contra la poesía y apelaba a la formación orientada por la historia debido a que en la primera veía una preocupante tendencia a la invención [3]; Plutarco, preocupado igualmente por los caracteres que los jóvenes adoptaban según qué veían y escuchaban, había expuesto en epístolas cómo debían atender y qué debían de extraer de las disertaciones de tal índole. Rousseau parece tener más claro el desvío que producen las ciencias en la virtud, las acusa de no fomentar el patriotismo, de contaminar a los pueblos de una ignorancia disfrazada de sabiduría donde, gracias a los derroches de belleza accesoria y ostentación, se les impide alcanzar la auténtica belleza y les somete a la eterna adoración de su estado de esclavitud.
¿Qué es aquella virtud que Rousseau pretende defender, y de qué precisamente quiere defenderla? Muy acertadamente hay quienes pueden responder a las cuestiones previas de la siguiente manera: virtud es “la devoción del hombre por sus semejantes, del ciudadano por su patria, […] corrompida por el progreso, por la cultura, por la devoción ciega ante la ciencia (y las artes) [4], aun cuando en ella, haya implícita un ensalzamiento a la ignorancia. Otros prefieren interpretar que la virtud, ocupado el pensamiento de Rousseau aún por un fervor en la tradición cristiana, se refiere a cierta “participación” que de ella tenemos, siendo propiamente de Dios el ser virtuoso y nada más, y el alejamiento del hombre, producto de un nuevo ídolo, lo vuelve blasfemo y un ser del que ya nada se puede esperar. [5]
Lo propiamente evidente es que el autor pretende recuperar la práctica de la virtud y olvidar su estudio; que se deje atrás el refinamiento de los temples, de los buenos modos, de toda aquella artificiosidad que clama belleza y exige atención; que se inculque de nuevo a los hombres el ser buenos, que aquellas virtudes clásicas vuelvan a ocupar los espíritus mancillados con moderación, que la sociedad vuelva a su estado primitivo, donde la preocupación y procuración de los otros en su estado civil imperaba para el buen funcionamiento de la misma.
El arte seduce los espíritus hacia la corrupción porque nace de la vanidad y egocentrismo humano, los vicios que posee y un enorme deseo de sabiduría derivado de sus propias fallas. La sabiduría no representa en Rousseau sino un mal: “los hombres son perversos; serían peores aún si hubieran tenido la desgracia de nacer sabiendo.” [6] Por ello, la patencia de sus efectos es una herencia total de sus causas; las artes no pueden ser sino viciosas y de su enseñanza, no pueden surgir sino individuos deseosos de la vanagloria. En el ocio de la actividad artística, y de paso filosófica, no hay provecho alguno, sólo perturban y distraen a los individuos apartándoles del sosiego, cuestionando como escépticos perniciosos todo aquello en lo que el hombre cree indubitable.

Por si fuera ya poco eso, las artes, en su búsqueda por el lujo, envilecen su propia actividad con tal de agradar a los otros, de reforzar este enmascaramiento de cara a los buenos modales del agrado de todos: en su afán de honores, se empobrece su discurso, haciendo creer, además, al común de los que se autoproclaman sabios que pueden ejercitarse en la misma industria. El arte, en este ámbito, se prostituye a sí mismo. Esta carencia de autenticidad es, en sí, una imitación realmente fúnebre de la virtud, haciendo del que fue considerado por algunos el fundamento de las bellas artes y las catalogaban como tal, un mero decorado de mal gusto. [7]
La imitación es, pues, el enmascaramiento de la virtud, el hacer soberana la apariencia por medio de la contemplación de sí mismos y de un ideal de perfección que los ata con cada mirada a cada obra que se alza por y para ellos:

Son imágenes de todos los extravíos del corazón y de la razón, […] presentados precozmente ante la curiosidad de nuestros hijos; sin duda para que tengan a la vista modelos de malas acciones antes incluso de saber leer.” [8]
Cierto es que el Rousseau juzgue como degeneración de los valores político–militares el efecto que estas manifestaciones ejercen sobre la sociedad no es algo menor, ni mucho menos coincidencia. El discurso, pronunciado en plena Ilustración europea, pretendía sacudir los cimientos sobre los que la sociedad aristocrática fundaba su soberanía. Hoy en día, debates similares se resuelven en los espacios
públicos al respecto de los vicios morales que las artes tradicionales y de entretenimiento infunden en la sociedad, muchos de ellos, aunque inintencionadamente, de carácter contestatario.
El discurso del autor ginebrino deja la puerta abierta para pensar si la conformación de la sociedad y sus costumbres son un factor determinante para el perfeccionamiento de las ciencias y las artes o, por el contrario, estas son un factor para la constitución de la sociedad.
Allá donde Rousseau no pudo vislumbrar más que degeneración, autores como el ya mencionado Plutarco se atrevieron a dar un paso más: para el académico la respuesta era clara: si la imitación constituye el principio sobre el que se erige el arte, esta debe ser lo más acertada posible. No sería digna de alabanzas aquella obra que oscila tanto en comportamientos inverosímiles o ficticios como sí lo es aquella que representa, en su ejercicio reproductivo, concordancias con la realidad, aun cuando los roles sean en esencia nada bellos y reprochables, de modo que aquel que las “degusta” repruebe precisamente eso que con descripciones, matices o expresiones pretende ser reprobado.
Si bien es cierto que no todas las artes se expresan de la misma manera y encontrar en ellas los modos en que tal “mensaje” se presenta resulta complejo, el esfuerzo por interpretar la obra más allá de la emoción inmediata que ofrece su contemplación, conducirán a la práctica de las virtudes representadas y a la depreciación de aquellas que suponen vicios morales.
Fuentes de consulta
[1] Carlota Boto, La invención de Emilio como conjetura: la opción metodológica de la escritura de Rousseau. Educ. Pesqui. Vol. 36 no. 1 São Paulo abr. 2010.
[2] La depravación real, como la llama el autor, termina de colocar el último clavo sobre la idea que pudiese tenerse de un pensamiento ilustrado en él, cuando menos en este discurso; ciertamente, acusa a estas “disciplinas” con firmeza tajante, y a los ejemplos históricos se remite para evidenciar que esto es así, contraviniendo aparentemente con mucho de lo que se puede ver en su también polémico Contrato Social. No obstante, hay que llevar a consideración si su fervor por la insurrección en pos de las libertades y derechos humanos, según expresa Vanesa López en su Ensayo sobre el Pensamiento de Rousseau, Quintana Roo, 2014, p. 5, refleja igualmente una postura en defensa de las virtudes políticas y la educación del individuo en tanto que ser de sociedad.
[3] San Agustín, Confesiones Libro I, Capítulo XIII, Buenos Aires, Libros en Red, 2007, p. 15.
[4] Sergio Ramos, El discurso de Rousseau sobre las ciencias y las artes en Ríos de tinta, 2013.
[5] Andrea Ferreiro, Ensayo del Discurso sobre las ciencias y las artes, Enero de 2014.
6 Jean-Jacques Rousseau, Discurso sobre las ciencias y las artes, Madrid, Luarna Ediciones, p. 24.
[7] El referido aquí es la imitación, aspecto al que Charles Batteux atribuyó como característica pilar en sus reflexiones estéticas Las bellas artes reducidas a un mismo principio, pero que dista de la noción que Rousseau tiene de ella, pues para el primero significa una verosimilitud que pueda comprobarse con la naturaleza, mientras que para el segundo parece adquirir, como se sostiene en el presente, un sentido más bien político y de las costumbres.
[8] Rousseau, op. Cit., p. 41.